lunes, 22 de abril de 2024

646. Actores de reparto en el teatro de la vida

 


En la página 93 de la nueva novela de Luis Landero, el autor extremeño escribe: «Hay muchas historias que, cada una a su manera, cuentan siempre la misma historia: el caso singular de un vano intento, de un sueño que tarde o temprano acaba desembocando en la inmisericorde realidad». El pasaje de marras podría sintetizar, aunque parcialmente, el argumento de este último trabajo suyo, La última función (Tusquets), pero atiendan bien a que digo «parcialmente» porque, aunque las aspiraciones más o menos idealistas de los personajes que desfilan por sus páginas se dan, efectivamente, de bruces con el prosaísmo de la vida común, en modo alguno puede hablarse de fracaso, pues el camino trazado por cada uno de ellos nace de la propia iniciativa y la libre voluntad, y el resultado final, aunque no sea de relumbrón, certifica, a su manera, la hazaña de ser y de estar en el mundo porfiando por la coherencia personal y los principios de un estilo de vida elegido por ellos mismos. Así, el principal protagonista, Tito, se rebela contra la disposición de su padre de trabajar en la asesoría jurídica que éste regenta, y renuncia a la vida acomodada –pero también gris y mecánica de ese empleo– para lanzarse a la aventura de ser actor, aprovechando las portentosas cualidades de su voz, que a todos maravilla. Paula, por su parte, que es la otra protagonista del libro, es una muchacha desnortada, apasionada por las Bellas Artes, pero sometida, sin saber muy bien cómo, a la inercia de una existencia sin incentivos; será el azar quien ponga a su disposición el vuelco que su vida necesita y que ella, íntimamente, anhela. Es el azar, precisamente, otro de los asuntos de la novela, el mecanismo inescrutable de sus hilos y la tabula rasa que su inopinado advenimiento regala a los personajes para superar su estancamiento vital.

La novela está narrada por una primera persona del plural que se identifica con los viejos habitantes de San Albín, uno de tantos pueblos perdidos de la España rural. El retorno de Tito a San Albín, tras muchos años de ausencia, y envuelto aquel en un falso halo de prestigio debido a sus discretos éxitos artísticos, espolean el ánimo de sus habitantes que, recordando la memorable interpretación que Tito hizo de una leyenda local cuando era niño, le invitan a rescatar la historia y dirigir su representación con la esperanza de convertir el evento en un atractivo turístico para un pueblo que está próximo a la desaparición. La aparición fortuita de Paula completará los designios. Al hilo de lo expuesto anteriormente, hay que destacar el tema de la despoblación de la llamada España vaciada que, en la novela, se aborda con la desesperanza de lo que está abocado a la extinción.

Pero más allá de los dos personajes principales, la novela es un precioso repertorio de figurantes, cada cual con sus propias peculiaridades, y todos vinculados por su papel secundario en el teatro de la vida, que es, a la postre, el papel que desempeñamos el común de los mortales. Hay en el tratamiento de estos personajes una ternura, una compasión y un respeto, que entronca con el mejor humanismo filantrópico, a la manera machadiana con que el poeta sevillano se autorretrataba en su famoso poema. Este enfoque fraterno, indulgente y conmiserativo me ha parecido, junto a la habitual elegancia de la prosa, el aspecto más meritorio de la novela. Personas anónimas que viven su vida y comen su pan y no hacen daño a nadie, y que un día mueren sin dejar rastro de su paso por el mundo tras interpretar la última función.

lunes, 15 de abril de 2024

645. Bronce y sueño, los gitanos

 


Raúl Quinto ha quedado finalista del Premio Andalucía de la Crítica con su último libro, Martinete del rey sombra (Jekyll & Jill), aunque la excelente calidad literaria de la novela, así como el indudable interés y oportunidad del tema abordado, podrían haberlo aupado con toda justicia hasta la consecución del galardón. Sí obtuvo, en cambio, el prestigioso Premio Cálamo que otorga la famosa librería zaragozana. (Adenda de urgencia: al acabar esta reseña, acabo de enterarme de que Raúl Quinto ha ganado el Premio de la Crítica a nivel nacional. ¡Bravo!)

Nada más ingresar en las páginas de Martinete, uno toma conciencia inmediata de que está atravesando el atrio de la gran literatura. Una preciosa estampa del rey Fernando VI en su lecho de muerte, repleta de imágenes líricas y sugestivas, bordadas con la solemnidad de una prosa elegíaca, adelantan el tono general del libro, insobornable a la palabra precisa, al hallazgo poético y al cuidado, en suma, del lenguaje literario, sintagma este último que en los tiempos que corren ha pasado de resultar una obviedad –la que constata que la literatura debiera preocuparse por elevar las palabras a categoría artística– a convertirse en una rara y pertinaz muestra de supervivencia de una forma de entender el hecho literario.

El principal tema de la novela es la crónica novelada del execrable episodio conocido como La Gran Redada, que tuvo como objetivo el exterminio de la etnia gitana en España durante la segunda mitad del siglo XVIII. El plan, auspiciado por Zenón de Somodevilla,  ministro de Fernando VI, más conocido como marqués de la Ensenada, persiguió y reprimió a familias enteras de gitanos, separando a hombres de mujeres con la voluntad genocida de que no pudieran reproducirse. Es imposible soslayar el parentesco entre el segundo capítulo de la novela y el «Romance la Guardia Civil Española» de Federico García Lorca, cuando las autoridades entran a saco en los poblados gitanos para iniciar la represión. Los guiños intertextuales no son solo evidentes, sino un emocionante homenaje a la poesía lorquiana. El propio título del libro evoca, como evoca el género romancístico, la veta popularizante del martinete, palo flamenco procedente de los forjadores, que se acompañaban del martillo para su cante (el herrero, por cierto, es símbolo gitanesco por antonomasia en la poesía de Federico). Pero más allá del género, entronca con el ideario del propio Raúl Quinto y su compromiso ideológico, siempre del lado de las clases menos favorecidas o marginales.

A partir de ahí, el libro narra con descarnado lirismo y pasajes naturalistas, las terribles vicisitudes de los represaliados, alternando estos capítulos con aquellos en los que se retrata con acerada ironía las semblanzas de los personajes de alto copete que habitan la corte, las connivencias e intereses, y sus intrigas palaciegas, con especial atención a la subida y caída del marqués de la Ensenada. Singular interés suscitan los análisis psicológicos de Fernando VI y de su esposa consorte, la reina Bárbara de Braganza, títeres del poder de terceros y humanizados en su vulnerabilidad.

Raúl Quinto, que sabe que no está escribiendo un tratado histórico sino una novela, reduce la parte documental a su mínima expresión, lo que le obliga a veces a comprimir sobremanera los marcos contextuales de carácter historicista con una acumulación algo atropellada de los datos (no siempre necesarios) que lastran un tanto la lectura, pero que tampoco estorban del todo al conjunto.

Martinete del rey sombra es una novela necesaria, en lo literario y en lo colectivo, porque dispone la conciencia estética al servicio de la conciencia ética y social, y pocas veces como en estos tiempos oscuros y mediocres que vivimos, ambas premisas habían sido tan necesarias. Que suene, pues, alto y grande,  el quejío de Raúl Quinto.

lunes, 8 de abril de 2024

644. Un jumento hace ciento



 

La compañía Ay Teatro rinde en su quinta producción un hermoso y merecido homenaje a la figura del burro, animal que ha estado íntimamente unido al ser humano desde la antigüedad pero que no ha sido considerado como compañero sino como mero instrumento de trabajo. De hecho, en torno al burro hay en nuestra lengua infinidad de refranes, frases hechas y canciones populares que conviven con los significados peyorativos que se han ido adhiriendo, como una segunda piel, a la palabra burro. Y es que si el asno puede reflejar los puntos débiles del ser humano –la simpleza, lo instintivo, la estupidez…– también es símbolo de altos valores –la ternura, la capacidad de sacrificio, la inocencia, la inteligencia…–. La reivindicación de su figura, por tanto, está más que justificada.

Con este objetivo, Yayo Cáceres dirige una original pieza magistralmente ensamblada por el buen hacer del dramaturgo Álvaro Tato, quien despliega sus profundos conocimientos filológicos para realizar un excelente trabajo de selección y de reelaboración de textos de diferentes épocas que van completando el armazón argumental: un burro, ante la inminencia de un incendio que está arrasando el bosque y que pronto llegará al lugar en el que él permanece atado y olvidado, le relata a su sombra la historia de su especie. Las escenas del presente, en las que el protagonista hace referencia al fuego y a su complicada situación, se alternan con absoluta naturalidad con el relato de fragmentos que conforman un apasionante viaje por la literatura de todos los tiempos, desde los cuentos indios del Pachatantra, las fábulas de Esopo y Fedro, El asno de oro de Apuleyo, la Disputa del asno de fray Anselmo de Turmeda, la Misa del asno, Don Quijote de la Mancha –inolvidable la conversación entre el rucio de Sancho y Rocinante–, La Burromaquia, hasta las fábulas de Iriarte y Samaniego y un largo etcétera. Y con la huella inconfundible de un bello lenguaje poético y de un amoroso respeto por la literatura que son ya señas propias de Tato. Ante el miedo, nuestro burro opta por el recuerdo y así rememora desde el momento en que se conocieron sus padres, burros salvajes, pasando por las antiguas Roma y Grecia, la Edad Media, el Siglo de Oro, la Ilustración hasta la época moderna en la que destaca un precioso tributo a Platero y yo y a su autor, J. R. Jiménez. En esta narración, se alternan momentos de humor con otros tiernos o dramáticos, sin soslayar la crítica política, que configuran una tragicomedia poética capaz de pellizcar hasta al espectador más frío.

Carlos Hipólito deslumbra con su impecable interpretación del pollino. Su voz delicada, con una prosodia perfecta, se mece en la más absoluta veracidad tanto en los momentos cómicos como en los más dramáticos. Hipólito rebuzna y sus manos se convierten en pezuñas con una total naturalidad (alejado del histrionismo o de la artificiosidad que podría entrañar dar vida a un burro) e, incluso, canta. Y es que la música en directo no podía faltar en un espectáculo de Ay Teatro. Hipólito está acompañado en el escenario por el guitarrista M. Lavandera y por los actores y músicos Fran García e Iballa Rodríguez, quienes interactúan con él en numerosos momentos. La escenografía es casi minimalista: un arnés con correa, una plataforma con rampas y unos fardos de heno que los actores van cambiando de posición para sugerir diferentes lugares. Sencillez para ponderar la palabra, para jugar con el poder sugestivo del teatro, para que el espectador no se pierda con artificios decorativos y ponga todos sus sentidos en esta historia que no es sino una reflexión de la propia condición humana. Al terminar, con el último rebuzno del protagonista, es inevitable preguntarse quién es más burro, si el ser humano o el animal. Juzguen ustedes mismos.

lunes, 25 de marzo de 2024

643. Mármol que fulge en los versos

 


En las inmediaciones del término municipal de Baena (Córdoba), se halla el impresionante yacimiento arqueológico de Torreparedones. A la magnética sugestión que inevitablemente suscitan sus vestigios tartésicos, íberos y romanos, el poeta José Antonio Santano ha unido el eslabón identitario que lo vincula desde los vórtices del tiempo a su propia patria chica. El resultado es esta Sepulta plenitud (Olé Libros), un canto emocionado a la antigua colonia romana de Ituci y una elegía a su pretérita grandeza ya ajada por el poder aniquilador del tiempo. Poesía contemplativa y caminera, con ecos mironianos y azorinianos en algunas estampas («Ayer la tarde estuvo coronada / de un aire dolorido y de barbecho / que subía conmigo hasta la cumbre»), el poeta se siente depositario de la memoria de su pueblo: «en su silencio / soy el himno de su gloria que no calla». A veces, se nos antoja que la propia voz poética emerge del silencio de las tumbas y mausoleos integrada en los ecos de los muertos, como ventrílocuo de los siglos o espectro redivivo en el testimonio físico de la sibila de los versos. Una conexión casi cósmica con los ancestros en la que el tiempo se pliega a la sincronía para ser, con ellos, «todos los nombres en uno». En su peregrinaje por las ruinas, el poeta está acompañado, como si de otro guía virgiliano se tratase, de Lucio Cornelio Marcus, a quien a veces se le interpela remedando el estilo clásico de las invocaciones homéricas y ante el que Santano se lamenta de «este tiempo sin poesía». El tono elegíaco del poemario se acentúa con el uso de la isotopía religiosa: por los versos desfilan términos como el barro, el aceite, los cálices, el vino, el agua o las vírgenes. Pero junto a la abstracción conceptual de la memoria, al poeta le interesa también el fresco de la vida que sucede, la vida pequeña y, por ello mismo, genuina y auténtica, aunque sea ésta detenida en la piedra: las ofrendas de exvotos en la cella sagrada; las doncellas procesionarias de Caelestis; los preciosos versos dedicados a los alfareros; la historia de Silveria, la esclava africana que se abrió las venas; la casa del panadero; la vida cotidiana representada en ese sestercio que andaría de mano en mano en la tremolina de un mercado… «Todo está escrito en las entrañas de Ituci», en las epigrafías que nos hablan desde su callada paciencia pétrea. La última parte de libro, la única que contiene poemas con título, es un recorrido de traza museística por diferentes restos romanos sobre los que se imprime la mirada poética de Santano para trascender su mera condición objetiva y convertirlos en materia simbólica relacionada, sobre todo, aunque implícitamente, con el tópico de la vanitas.

Con la habitual solemnidad del poeta baenense, los poemas de Sepulta plenitud se desbordan en la torrencialidad de unos versos que rebosan acumulación, no el sentido gratuito del amontonamiento per se, sino desde la estudiada medida del crecendo poético, tan a propósito para el tono sacro-elegíaco antes mencionado. En esa intensificación cobran especial protagonismo las alusiones a la Naturaleza, que se imbrican entre las ruinas de Ituci en un contraste entre vida y muerte, entre presente y pasado, que a veces acaban uniéndose. Así, en la noche tempestuosa que se cierne sobre el yacimiento, los truenos parecen la lengua materna de los muertos.

Sepulta plenitud engrosa con broche de oro la prolífica producción de José Antonio Santano y se convierte en otra epigrafía más con la que grabar el orgulloso amor por su tierra. Versos para la plenitud, nunca sepulta.

lunes, 18 de marzo de 2024

642. Viajes literarios: Pratdip

 


Conviene llegar a Pratdip en un día gris y ventoso. El ulular del viento entre los callejones medievales alentará en la imaginación la presencia agazapada y amenazadora del dip, el animal fantástico que se ha quedado a vivir en el topónimo y en el escudo del pueblo, como si estos perros vampiros reclamasen el señorío de la villa, y sus habitantes, temerosos de su ira, hubieran aceptado un vasallaje secular. Y quizás el visitante se tope realmente con alguno de ellos, dispuestos como están por el ayuntamiento en once zonas del tortuoso callejero para regocijo de los amantes de las yincanas. Nada más llegar, se recorta en lo alto el castillo en ruinas y nos da la bienvenida, como otro Can Cerbero, la escultura vanguardista del montrogense Santi Fuchs. La empleada de la oficina de turismo nos facilita, con eficacia burocrática, los lugares de interés del municipio. Pero la expresión de su rostro cambia cuando le confesamos que nos ha llevado hasta el pueblo la lectura de Les històries naturals, de Joan Perucho. Entonces su entusiasmo de lugareña orgullosa escala por sus palabras de regocijo y hasta se aventura a localizar la casa que debió de inspirar al escritor barcelonés el palacio de la baronesa de Urpí, la aristócrata que reclamará los servicios del naturalista Antoni de Montpalau para liberar al pueblo del vampiro que asola la vida de sus habitantes. Anoto en mi memoria la emoción de la empleada al conocer que los dos forasteros que arriban allende el Ebro han leído en catalán la novela, y lo poco que cuesta ser uno más cuando se estrechan los lazos de la cultura y la comprensión y admiración del otro.

El callejeo sin itinerario concreto es la mejor fórmula en Pratdip. Sin esperarlo, hallaremos sugestivos vestigios de su pasado, como las arcadas de Cal Sisa y las torres de defensa –restos de la antigua muralla medieval–, la iglesia de la Natividad o los antiguos lavaderos. Hay que subir, claro, al castillo, donde Joan Perucho imaginó la tumba de Onofre de Dip, el atribulado vampiro condenado a cobrarse la sangre de sus víctimas para poder sobrevivir. Perucho, que ambienta su novela en plena guerra carlista, parte de hechos reales para su posterior fabulación. Onofre de Dip adquiere todas las características del vampiro atesorada por el imaginario colectivo pero, está basado en los perros vampiros de Pratdip que, exagerados por la leyenda, aluden a las jaurías de lobos que acababan con los rebaños alimentándose de la sangre nutricia de las reses con un dentellada en el cuello. La enfermedad del propio general carlista Ramón Cabrera fue real, pero Perucho la atribuye al mordisco de Onofre. Montpalau liberará a Pratdip del vampiro y el pueblo celebrará la gesta con una romería al santuario de Santa Marina, donde el visitante podrá reparar la sed de la caminata con el agua salutífera de los famosos caños de su fuente.

Les històries naturals no empiezan ni acaban en Pratdip, aunque sea el pueblo del Baix Camp el que catalice la narración. En el viaje de Montpalau hasta Pratdip destacan las descripciones impresionistas de la topografía tarraconense como la propia Tarragona, L’Arboç, Arnes, Falset, Reus u Horta de Sant Joan, entre otras. La aparición de personajes históricos es también muy evocadora y para el filólogo que esto escribe fue muy emocionante toparse con Milà i Fontanals. La novela es, además, un precioso tributo a la lengua catalana, de la que Perucho sabe extraer sus mil y un matices y un acervo léxico que sorprende incluso a los que estamos familiarizados con el idioma.

La novela de Perucho alcanzó en su día gran éxito, especialmente en los años 80, entre el lector adolescente. No había instituto que no prescribiera su lectura. Hoy me cuentan los profesores de Lengua Catalana que sería imposible su inclusión en los planes de estudio porque el alumnado ya no es capaz de entender una palabra de la novela. Las leyes educativas. Esas sí que son un sangría y no las de Onofre de Dip.

lunes, 4 de marzo de 2024

641. ¿Qué haces ahí, García Mateos?

 


Ramón García Mateos ha obtenido el Premio Internacional de Poesía António Salvado Cidade de Castelo Branco por su última obra, Retratos y figuraciones. El libro, en edición bilingüe en portugués y español, y publicado por la editorial Labirinto, es uno de los poemarios más hermosos que he leído en los últimos tiempos. Ya la solapilla biográfica de la cubierta es toda una declaración de intenciones. García Mateos, a cuya dilatada trayectoria la jalonan numerosos títulos y premios, queda reducido en la solapilla a su mera condición de profesor: «Ramón García Mateos (Salamanca, 1960). Catedrático de Lengua y Literatura Españolas». Y a mí se me antoja que esa humilde solapilla, donde Ramón renuncia a describir la relación de sus méritos literarios, es el primer poema del libro. Porque en Retratos y figuraciones quienes importan de verdad son los poetas allí homenajeados, un precioso muestrario de los nombres más queridos por el autor salmantino, a cuya advocación se acoge con un amor conmovedor y un sentimiento sincero de deuda en cada verso.

La mayor parte de los autores que conforman esa nómina casi elegíaca tiene en común su dramática experiencia vital. Por las páginas del libro desfilan condenados a muerte como Villon; perseguidos como Juan de Yepes; encarcelados como Quevedo; desterrados y exiliados como Pedro Garfias o Vallejo; suicidas como Antero de Quental o Rigaut; derrotados y atribulados como Unamuno; desengañados como José Agustín Goytisolo; asesinados o deudos de asesinados como Roque Dalton o el «Piojo» Salinas; nostálgicos de Florencia, como Aldana… Todos estos retratos recrean una estampa del escritor tributado en algún momento especialmente significativo o doloroso de su existencia. Otras piezas, en cambio, son meros poemas celebratorios entelados de nostalgia: el poema con ecos manriqueños a Violeta Parra; Estellés y Ovidi Montllor en Alcoy; los dos versos de Ferlosio sin necesidad de glosa; Josep Igual entre volutas de tabaco; y, por supuesto, los poemas a los amigos, como el dedicado a Juan López-Carrillo, divertido e hiperbólico, perfecto trasunto del propio autor catalán; o el maravilloso poema tripartito a Antonio Carvajal, donde García Mateos juega con los títulos de los libros del poeta granadino y con el apellido materno de éste. Una preciosidad.

En otras piezas se imbrican literatura y vida como en el homenaje a Ángel Guinda («Escribir como se vive») o como aquella otra que penetra en el estudio de Maruja Mallo para que los versos de Miguel Hernández estallen como rayos que no cesan; intertextualidad que se repite en el poema lorquiano a Belmonte o en algún poema autorreferencial. Lo popular (piedra angular en la poética de García Mateos) se manifiesta en el uso del metro de algunos poemas pero también en el poema dedicado a Blas de Otero, en la mención a Labordeta o en los versos dedicados a los payadores. No faltan tampoco las alusiones a las injusticias sociales, algún verso acerado de ironía epigramática y una enorme generosidad para con los desahuciados.

El libro, que es, en definitiva, un apasionado reconocimiento a los maestros del poeta, como nos recuerda el último poema, no podía soslayar, claro, la inmensa figura de Ramón Oteo, destinatario de una de las composiciones más emocionantes del poemario.

Mención aparte merece la versión portuguesa a cargo de la traductora Leocádia Regalo, donde los versos de Ramón, tan cargados en realidad de saudade, encajan natural y primorosamente.

Con su acostumbrado estilo inmersivo, rebosante de intensidad, de bien entendida solemnidad desgarrada, de esa que te coge de la camisa y te zarandea, evocador, nostálgico, vehemente, auténtico, secular, doloroso, fraterno y esperanzado, García Mateos debe saber que, él también, y pese a la solapilla, es retrato y figuración de quienes aspiramos a parecernos, aunque sea remotamente, a su ejemplo.  

lunes, 19 de febrero de 2024

640. La mejor crítica literaria está en Facebook

 



A principios de año, leí con estupefacción una declaración del profesor y crítico literario Ernesto Calabuig donde denunciaba la manipulación de la que había sido objeto una de sus reseñas en la revista cultural «La Lectura», de El Mundo. Según Calabuig, las partes de su texto donde no dejaba en buen lugar la calidad de la novela reseñada habían sido alteradas por otros juicios de valor mucho más elogiosos. Dicho de otro modo, a Calabuig le hacían decir en su reseña lo contrario de lo que él, desde su honestidad intelectual, había escrito. Exonerado el jefe de redacción, de cuya honorabilidad Calabuig no duda, nuestro crítico ató cabos y pensó en alguna mano negra que, obedeciendo instrucciones «de arriba», había modificado su texto para no perjudicar al libro que –oh, casualidad de las casualidades– pertenece al mismo grupo editorial que el periódico de marras. Calabuig, en un acto valiente que lo ennoblece, anunció su renuncia a seguir colaborando con ese medio.

El suceso, uno más de los tantos que se producen cada día en nuestra prensa patria, ratifica lo que desde hace tiempo muchos pensamos: la crítica literaria que depende de los grandes medios no resulta fiable, pues su criterio está adulterado por intereses económicos alejados de cualquier consideración estrictamente literaria. Por eso, y siempre tras una meticulosa criba, conviene dejarse aconsejar por aquellos críticos que, desde su independencia, no obedecen más que al imperio de su razón y sensibilidad. Antes los blogueros y ahora los buenos lectores que habitan las redes sociales pueden ser excelentes garantes de la calidad de una obra literaria, porque a nadie se deben más que a su propia libertad.

Entre estos críticos no profesionalizados, hay en Facebook dos nombres que merecen toda nuestra atención. Son Manuel Rodríguez y Salva Robles. El caso de ambos es verdaderamente admirable. Su bagaje de lecturas comprende un espectro estratosférico y sus reseñas en la red están llenas de inteligencia, sensibilidad, criterio y buen tino. Generalmente, publican críticas de libros que les han satisfecho, pero no les duelen prendas a la hora de desacreditar las alabanzas oficiales de los críticos supuestamente reputados. Si el libro que va a la hoguera pertenece a alguno de sus contactos en Facebook, simplemente no lo reseñan, porque nobleza obliga. Su capacidad de prescriptores fiables se la han ganado a pulso. Quien escribe estas líneas, ha descubierto, gracias a ellos, a maravillosos escritores, hasta entonces ignotos para mí, que han contribuido a enriquecer exponencialmente mi acervo literario. Desde aquí mi agradecimiento. Salva, además, acaba de publicar su primera novela (Del desorden y la herida, Talentura), que habrá que leer. Manuel y Salva solo son la punta del iceberg de toda una entusiasta legión de exigentes letraheridos que, como ocurre con el club de lectura Yokni, del que son integrantes, aman la literatura de calidad. Por allí desfilan hasta 200 nombres como Luis Marín Le Drac, Carlos Tongoy, Mario Marín, José Valenzuela, Aitor Arjol, Alberto Masa, Jimy Ruiz, Paco Bescós y tantos otros que no puedo enumerar aquí, muchos de ellos relacionados directamente con la actividad creativa. Yo ya casi no tengo otros prescriptores.

Cuando salgan las famosas listas de Babelia, acuérdense de los yonkis de Yokni. Aquellos están en Babia; estos leen en vena.

lunes, 12 de febrero de 2024

639. Glosar la vida

 


El poeta Ramón Bascuñana ha obtenido con su último libro (Anotaciones a pie de página, Editorial Pre-Textos), el Premio Juan Gil-Albert de Poesía en el marco de los XL Premios Ciutat de València. El poemario ratifica uno de las grandes temas recurrentes que jalonan la larga y laureada trayectoria literaria del poeta alicantino: la reflexión sobre la propia creación poética y su inextricable imbricación con la vida. La estructura unimembre del libro parte en cada poema de la cita de un autor, que da lugar a la propia reformulación poética. Aunque las glosas de poemas ajenos no es algo nuevo, sí me pareció interesante la disposición visual de los versos que, como el título del propio libro indica, aparecen a pie de página, como si de un paratexto se tratase. Y, en todo caso, el libro se convierte también en una preciosa antología.

El tema de la poesía es el más prolífico del libro. Ésta se erige en el refugio donde el poeta halla su propia purificación, a la manera de la catarsis griega o como «legítima defensa /contra la realidad que nos rodea». Otras veces se la asocia al misterio, que subyace en el «fondo abisal de un naufragio» personal y que me pareció emparentar con aquel poema de Aurora Luque titulado «Obra viva, obra muerta». Pero Bascuñana no olvida que la poesía, además, lleva asociada una condición comunitaria, pues la soledad del poeta «incluye a las otras». En ocasiones, al poeta le sobreviene la perplejidad, de raigambre nihilista, de no reconocerse en sus propios versos, como si fuera otro el que los hubiera escrito, pues el espejo «duplica la nada de ser nadie». Hay poemas que reflexionan sobre la utilidad de la poesía, debatiéndose entre lo absurdo del ejercicio de la escritura «para que [al final] nada quede de nosotros» y la necesidad de «esgrimir la palabra» contra el silencio que «protege a los mediocres», pues la explicitación de la herida es un acto valiente, ya que aquella muchas veces es indigna; el cuerpo, entonces, «somatiza la poesía». El libro incluye también algún poema divertido (dicho con todas las reservas, pues su trasunto metafísico trasciende la mera anécdota), que diferencia a los poetas que tienen gato de los que tienen perro. Pero el bloque más numeroso lo conforman los versos que hablan de la imposibilidad del poema, entroncando con la ya clásica preocupación becqueriana. Así, el poema es siempre un «fruto tumefacto», mera intuición de la belleza, donde el silencio puede dar mejor cuenta de él, a salvo de las «impurezas del lenguaje», de la «falacia de ritmo y armonía», hogar levantado con «materiales pobres y deleznables»; la verdad reside, entonces, en el propio acto de escribir, en quien escribe y habita el poema, pues «el poema no nos salva» y «tiende a la derrota».

Otros motivos completan la obra, también muy propios del autor, como son el paso del tiempo y la vida como fracaso y hastío. Así, el presente es un destierro del pasado y la infancia adquiere ecos manriqueños cuando el poeta lamenta el error contumaz de «alejarnos del niño y la inocencia / correr hacia la playa sin salida», que recuerda a aquel «correr a rienda suelta sin parar» de Manrique, mientras la muerte prepara su celada. Transita por los poemas, además, un spleen baudeleriano, minado por el fracaso y el miedo («el motor del mundo es el miedo») que convierte el poema en una mera inercia de la vida, certificación de «la abulia de los días».

Pocos poetas como Bascuñana habrán escrito tanto sobre el propio ejercicio de la escritura. Casi se podría realizar una tesis doctoral con sus apreciaciones. ¿Y de qué extrañarnos? ¿No es la poesía, una glosa de la vida? Bascuñana vive y muere en sus poemas. Y si le sirve de algo a su alma atribulada, yo sí creo, como dice en uno de sus versos, que acabará permaneciendo en el poema.

lunes, 5 de febrero de 2024

638. Francisco Silvera: el último epígono

 


Abro uno de los libros de Francisco Silvera y ya en el epígrafe hallo una declaración de intenciones de clara filiación esteticista: el autor recoge diversas citas de Gabriel Miró, Valle-Inclán, Baudelaire y Schnitzler. Dime con quién andas… Empiezo a leer los primeros párrafos, espoleado por los insignes teloneros de marras (permítaseme la atrevida metáfora pero es que Paco tiene su propia banda de rock) y, efectivamente, la expectativa queda enseguida corroborada.

Nadie escribe ya en España como Francisco Silvera y si hubiere algún escritor que se acogiese aún a esta prosa exquisita en peligro de extinción, habría que rastrear sus huellas en la periferia de las pequeñas editoriales, donde la literatura, tal y como un día la concebimos, resiste la mediocridad homogeneizadora a la que desde hace décadas se prestan los grandes sellos. El libro que leo y que me conduce a los otros del autor se titula La tristeza del mundo y la publica una editorial de Huelva llamada Alud Editorial. Pronto descubro los ecos mironianos pero también resabios de Rafael Azuar, con quien la prosa de Silvera emparenta sorprendentemente (ni siquiera sé si Silvera conoce el fraseo preciosista del autor ilicitano). Supongo que es una escuela que no necesita de camarillas para que sus miembros se sientan emparentados.

La novela, si es que podemos hablar de novela en este libro de Silvera, se estructura a través de una trama apenas accesoria: la aparición del cadáver de un gitano en el solar de un barrio del extrarradio de una ciudad innominada. Al odioso gitano lo sabemos vivo durante las primeras páginas: el autor nos lo ha presentado con un realismo sucio y sin ambages, descripciones que entroncan con el costumbrismo de la literatura tremendista. A partir de esa muerte misteriosa, el argumento prácticamente desaparece. Silvera, a través de estampas breves, evocadoras, sugestivas, de potente lirismo, va haciendo desfilar a una serie de tipos humanos de diferente catadura y extracción social que tienen en común ser testigos de la presencia del muerto en el solar y su indiferencia o su palmaria dejación del deber de auxilio. Así, el cadáver permanecerá a la intemperie mientras dure la novela, a merced del sol, de las alimañas o de los orines de los perros. Aunque detestable, el cadáver en su soledad mueve a compasión, sentimiento que contrasta con la deshumanización de muchos de los personajes que descubren el cuerpo. Esta fenómeno tiene ya su preludio en las primeras páginas del libro, ejemplo como pocos de primor literario, donde se invierte el tópico del locus amoenus para presentarnos una Naturaleza desnaturalizada, si se me permite el poliptoton: la arboleda, «de verde enfermo», está «ordenada, técnicamente podada»; los estambres del azahar se mezclan en el asfalto con la grasa del cemento; los gorriones se ceban con los desechos de la comida basura de un bar. Los habitantes de la ciudad no parecen sino contagiarse de ese extrañamiento de lo natural, de ese destierro de sí mismos, y la sensación de esas espléndidas primeras páginas recuerdan a la desazón de los poemas de Lorca en Poeta en Nueva York. Fruto de esa inercia, algunos personajes parecen desnortados y sin horizontes que deja un poso de amargura en el lector.

La tristeza del mundo demuestra la ineficacia de los argumentos trepidantes y de los lances vertiginosos cuando la literatura, en todo su esplendor, se justifica a sí misma. El placer estético sustituye a la curiosidad del evento narrativo. Hay libros, como este, donde no pasa nada y, sin embargo, sucede todo. Y hay, en autores como Silvera, la épica del epígono, que sabe muy bien dónde está y para qué ha sido convocado por la Literatura.

lunes, 29 de enero de 2024

637. Avaro con mi tiempo

 


Quizás una de las peores críticas que pueda recibir cualquier montaje teatral es que al espectador se le haga larga la representación sobre las tablas. Y esa es justamente la sensación que he tenido con la versión de El avaro, de Molière, a cargo de la compañía Atalaya. Había puesto ciertas expectativas en este trabajo de Ricardo Iniesta, más aún tras la última experiencia con la irregular pero sorprendente Elektra.25, con la que la compañía celebró en su día su vigésimo quinto aniversario. Sin embargo, acabé mirando el reloj, más preocupado por si perdía la reserva en el restaurante donde nos íbamos después a cenar que de desentrañar más claves de un producto que, a esas alturas del desarrollo, yo ya daba por fallido.

El problema de El avaro de Iniesta son sus morosas adiciones al texto de Molière. El dramaturgo francés concibió una obra ligera, divertida, algo alocada y con un ritmo narrativo que nunca pierde el pulso. Iniesta, en cambio, tal vez con una voluntad manierista respecto a las cualidades del original, se pasa de rosca. El primer cuarto de hora nada tiene que ver con el texto de Molière y está más pendiente de engarzar el tema central de la obra con apuntes de la actualidad como los desahucios, los abusos de la banca, el ánimo de lucro de los políticos corruptos, etcétera. La intención no solo es legítima, sino loable, sobre todo si pensamos que el texto de Molière se centra en la figura de un avaro sin aparente intención de convertir su figura en trasunto de nada más. Luego, el texto empieza a respetar la deliberada frugalidad del original y la cosa se encauza algo. Pero la estructura híbrida, en la que se mezclan los parlamentos de los personajes con pequeños sainetes musicales, rompe el ritmo y, más que amenizar, demora y hastía. Si alguien quiere añadir nuevos pasajes al texto base, debe hacerlo con un buen ensamblaje y, sobre todo, cuidar que aquello que se agrega tenga un mínimo de calidad que no desmerezca la maestría del autor al que se homenajea. Pero los textos de las canciones interpoladas son pobres y facilones, y la calidad de los versos se reduce a meros ripios escolares. Comparen ustedes, por ejemplo, los textos de nueva creación de Álvaro Tato o de Yayo Cáceres al frente de Ron Lalá o de Ay Teatro, con esta nadería de Atalaya, y reconocerán el mérito de un trabajo talentoso y lleno de rigor. Si no se tiene esa capacidad, es mejor ceñirse al texto original y no tocarla más que así es la rosa. Luego, el histrionismo de los personajes es verdaderamente agotador: cada parlamento es una mueca, un escorzo circense o una dicción estridente y desagradable; cada cambio de escena es una barahúnda de actores corriendo aquí y allá al son de una música irritante; las puertas por donde entran y salen los actores no acaban de abonar ningún simbolismo ni pragmatismo escénico concretos y, todo junto, hace de la representación un ejercicio estéril en lo artístico, aburrido, sobrerrevolucionado y repetitivo en lo rítmico, y soso en la comicidad (casi ningún actor tiene la habilidad de despertar la carcajada).

Nada de lo dicho más arriba es aplicable a la única actriz que salva el montaje. Efectivamente, Carmen Gallardo, en su papel de Harpagón, demuestra tablas, presencia, dicción y gracia naturales, y es ella sola quien llena el escenario sin necesidad de tanta batahola colorista. Insuficiente balance, desde luego, para aquellos espectadores, cuya única avaricia presentida, fue la de su tiempo robado.